Ficha del lugar

 
 

Siempre había sido conocida como «la venta de arriba». No es que hubiese habido una «venta de abajo», pero así se la llamó desde que la dueña inicial, doña Emilia, la abriese en la posguerra. Quizá se debiese a que para llegar había que subir una cuesta que, aunque corta, hacía que las abuelas mandasen a sus nietos a comprar las cuatro cosas que las hacían falta en vez de ir ellas.

Toma, mi niño, vete y cómprame lo que hay en esta lista, y guárdate bien la vuelta.

¿Y no puedo comerme…?

Que síííí, que puedes comprarte un chupete con lo que sobre. Pero nada más, ¿eh? Que luego te duele la barriga y no tengo ganas de estar calentando sacos de cereales para que se te alivie.

Las abuelas sabían que ese era el precio que tenían que pagar, y los nietos lo usaban a su favor sin ningún tipo de pudor. Y es que la venta era el sueño de cualquier chiquillo. Aparte de las paredes llenas de enlatados, leche en polvo, detergente y latas de cerveza, doña Emilia y más tarde doña Berta exponían un surtido de golosinas digno de un supermercado de los de ciudad. Aparte de eso, la venta se surtía de frutas y verduras de las fincas cercanas, compraba los huevos a la avícola del pueblo de al lado y exhibía jamones y quesos tan sabrosos que los trabajadores subían la cuesta solo para comerse un bocadillo de pan de pueblo relleno de una mezcla de chacina.

No era una venta excesivamente bonita ni cuidada, no. Era como cualquier venta de la época: con un mostrador agrietado y ajado por tantas fregadas, una enorme pesa que ocupaba toda la esquina izquierda, el escabel sobre el que la dueña se encaramaba a la sección de tomate frito haciendo gala de un equilibrio que podría envidiar cualquier figurante del Circo del Sol, los montones de papeles blancos y el cordel con el que se empaquetaban las compras hasta que llegó el papel de aluminio y las bolsas de plástico, el suelo de baldosas lleno del polvo de los zapatos de quienes entraban y salían, el barril en la trastienda para servir un vaso de vino y unos chochos a quien le apeteciese, y el temido bloc de notas con el lápiz al lado, ese que determinaba si se podía pagar con lo que había en la cartera o si había que dejarlo fiado.

Junto con la consulta del médico, la farmacia y el bar del pueblo, la ventita siempre fue un lugar propenso al cotilleo y al debate. Las amas de casa eran las primeras que pasaban por allí, durante la mañana, buscando lo que necesitaban para hacer de comer ese día y de paso enterándose de las últimas noticias que la dueña compartía con generosidad. Luego venían los trabajadores a comprarse el bocadillo y la lata de cerveza, por la tarde los nietos a hacer los recados de las abuelas, y ya, al caer la tarde, los hombres que no querían pasar por el bar del pueblo y se tomaban el vaso de vino allí, aderezado por la cháchara de la dueña.

La venta había escuchado mil y una historias, incluidas las de las dueñas, dos señoras de armas tomar que no tenían ningún vínculo familiar entre sí, pero que habían confiado la una en la otra para traspasar la venta de doña Emilia a doña Berta.

Y es que doña Emilia realmente nunca se fue de sus dominios. Aunque murió a principios de los setenta, siempre acompañó a doña Berta en sus quehaceres diarios. Pero claro, eso era un secreto que solo sabía la venta, y ella nunca se chivaría de algo así.


Relato



LA VENTITA

Desde que habían montado aquel supermercado enorme en el centro del pueblo, la ventita ya no tenía tantos clientes como antes. Los cantos de sirena de una mayor variedad y mejores precios atraían sobre todo a las familias, dejando a doña Berta el grupo cada vez más menguante de las señoras jubiladas, y a algunos jóvenes que vivían solos y que por costumbre se dejaban caer por allí cada semana. La ventita seguía conservando su encanto de tienda tradicional, con sus paredes llenas de estanterías y un género estupendo detrás del mostrador, pero eso no era suficiente para la gente nueva del pueblo quisiera hacer allí su compra habitual. No se podía aparcar, todo era más caro… Y poco a poco la gente se fue olvidando de ella.

Antes doña Berta apenas podía salir de detrás del mostrador, tal era el ajetreo, pero ahora podía asomarse a la puerta y otear si alguien subía la cuesta para ir a visitarla. Había tenido que empezar a pedir menos mercancía, porque se le caducaba, y veía con tristeza cómo las verduras que le traía Pancho de su finca perdían la competición frente a las empaquetadas del supermercado nuevo.

Sabía que no era la primera vez que la ventita pasaba apuros: en tiempos de doña Emilia, la anterior dueña, también hubo un momento complicado cuando la familia Carballo montó otra venta mejor situada en la plaza. Pero doña Emilia se había defendido con uñas y dientes, aplicando lo mejor que se le daba, que era manipular la opinión pública a su antojo como una abeja reina desde su colmena, y logró mantener a su clientela de confianza. Doña Berta muchas veces hablaba con ella, y más ahora que estaba mucho tiempo sola. De alguna forma le parecía que la anterior dueña le contestaba, y así se entretenía con sus soliloquios hasta que entraba el siguiente cliente.

Aquel sábado decidió abrir unas pocas horas, porque ese día su hija Conchita los había invitado a todos a comer a su casa. Hacía tiempo que la familia no se reunía y doña Berta no se lo quería perder. Ansiaba volver a abrazar a sus nietos, ya que muchos de ellos ya no vivían en el pueblo, y sabía a ciencia cierta que no iba a dejar de ganar dinero si cerraba por la tarde.

Aun así, cuando cerró la puerta de la ventita, llena de carteles anunciadores de eventos del pueblo y coronada por una estampita de la virgen de los Remedios, sintió una tristeza inesperada. Como si se estuviese despidiendo de la que había sido su casa durante más de treinta años. Meneó la cabeza, intentando ignorar esa nube pesada que se le había instalado en el pecho.

Al encontrarse con su familia ese malestar se disipó, no sin esfuerzo. Estaba feliz de estar con ellos, de sentir el calor y el amor que desprendían todos sus abrazos, de las charlas distendidas y las risas. Aquella avalancha de cariño hizo su trabajo, y por la noche, cuando se fue a acostar, pensó en que quizá ya era hora de disfrutar justamente de eso. De descansar, de quitarse de encima todas las preocupaciones que últimamente le daba la ventita. Tenía un patrimonio que había logrado con sus años de trabajo, y si traspasaba el local, también podía sacar algo de dinero.

Por la mañana dejó caer la idea en la mesa de desayuno de Conchita, adonde la había llevado su nieto Carlos. Y la mirada entre este y su novia Diana fue elocuente. Doña Berta se llevó un churro a la boca y se dijo que ahí había algo que no querían contarle.

Esa misma tarde, Carlos y Diana le pidieron ir a ver la venta. A doña Berta le extrañó, porque Carlitos prácticamente se había criado allí, pero cerró la boca al ver la cara de la chica al deambular por el pequeño local. Una sonrisa maravillada se había instalado en su rostro, una sonrisa tan bonita que doña Berta no pudo sino contagiarse. Aquello hizo que un recuerdo aflorase en su memoria: era el eco de ella misma al visitar la venta bajo la mirada de doña Emilia. La misma ilusión, la misma alegría.

Hicieron el traspaso en poco tiempo y Diana cerró la venta unas semanas para hacer alguna pequeña reforma. El día de la inauguración doña Berta recorrió el camino que tantas veces había hecho con expectación: no podía imaginarse al otro lado del mostrador, como una clienta más. Pero al ver a Diana con su delantal claro ante las cajas de madera con el pan de pueblo y la nueva disposición de las estanterías, ahora más acogedoras y cuidadas, se sintió liberada. La ventita había entrado en una nueva etapa, en la que la clientela se conseguía por redes sociales y hablando de productos kilómetro cero. El encanto antiguo seguía conservándose pero ahora con un lustre más acertado, de esos que invitan a entrar. Su corazón se encogió de placer y sintió una vibración en el aire. Sonrió y se acercó a Diana.

A doña Emilia le habría encantado esto.

Ya me lo ha dicho.

Diana le guiñó el ojo con complicidad, y compartieron una sonrisa, de esas que sellan una época y comienzan otra, diferente pero igual de bonita.